Ráfagas del Establo
“Estando una vez con esta presencia
de las tres personas que traigo en el Alma, era con tanta luz
que no se podía dudar que el Dios vivo y verdadero estaba allí
y allí se me daban entender cosas que no sabré decir después…”
Santa Teresa de Jesús
Moradas
En la noche, tratando de decir con palabras lo entendido, después de oír su voz delante de la puerta, sólo encuentro el silencio. Ráfaga de silencio ardiente que se distingue muy bien del mutismo cerrado. Pues el silencio es aquello que envuelve a la verdad desde su origen hasta más allá de la verdad. Decía Chevalier que el silencio es un preludio de apertura a la revelación, mientras que el mutismo la cierra. El silencio abre un pasaje, el mutismo lo corta. Hubo un silencio antes de la creación; hay un silencio al final del tiempo. El silencio envuelve los grandes acontecimientos, el mutismo lo esconde, el uno da a las cosas grandeza, el otro las desprecia y las degrada. El uno marca el progreso, el otro la regresión. San Bernardo afirma que el silencio es una gran ceremonia. Dios llega al alma que hace reinar en ella al silencio.
Heme aquí, pues, envuelto también en silencio ante este libro y esta puerta que me anuncian la apertura de la revelación de mi propia alma. Trato entonces de alejarme y acercarme para entrar, de conseguir el comienzo de ese centro perfecto, del escalón que eleva, irme de mi propio peso que me sostiene sobre la tierra, dispuesto a dar el paso. Y es mi propio cuerpo, mi propio pie quien está presente, doblándose y temblando, reconociendo dónde el piso se precipita o desaparece.
Caemos al vacío, nos dice la poeta, hacia ningún lugar, como un tablón sin goznes ni cerraduras, con los ojos desprendidos de aquella pasión, a lo largo de un profundo pasadizo, como piedra lanzada por el caos hacia la rúbrica silente de la nada. Pero su voz persistirá junto a nosotros a lo largo de todo el recorrido, acompañándonos. Ella llenará ese inmenso vacío apenas con el color de una rosa pequeña, para que la puerta se convierta entonces en una niña rubia y neblinosa: ángel que anunciará el advenimiento de aquello requerido, limpio, íntimo, deseado.
Me pregunto entonces, en qué vacío, en qué abismo, caos, nada, hemos caído? Es que este viaje nos desvincula de todo, no hay nada que nos retenga aquí donde todo se hace viento indetenible, inocente de las distancias encendidas, del árbol, de mi propio pie intentando regresar desde la oscuridad del dentro más adentro hasta aquel otro silencio, único, puro y completo? ¿Qué es entonces lo que queda si todo es devorado y se lleva hasta las puertas que una vez se cerraron?
Pero es de allí, precisamente, de aquel dentro más adentro, de donde la poeta extrae y nos muestra la respuesta: Sólo queda la inmediata e invisible presencia de lo intacto, irremediable.
Amada presencia de la nada en la que no hay consideración unilateral alguna, pues ella implica a la totalidad del hombre, corporal, mental, emocional y espiritualmente. El hombre en el propio corazón de lo inefable, embriagado por la vastedad del cosmos e identificándose con ella, infundido por todos los poderes del universo mismo.
¿Dónde está lo frágil, en el alma, en la nada, en el vacío, en el abismo? Está en ti –nos responde la poeta- porque no te sientes semejante al árbol. Ella nos ha venido revelando que la nada no es la negación absoluta del ser, la muerte de todo. A lo largo de toda su obra y de su vida, esta poeta nos ha venido mostrando que el silencio contiene la palabra, que el Ser es a su vez contenido por la nada, que no hay oposición, que cómo proponía Heidegger, la nada como concepto es sólo pensada por el hombre en cuanto el ser del hombre (la existencia) y su imposibilidad de contener por sí mismo la totalidad del Ser. Que no hay división conceptual que nos separe del Ser y a este de la nada, que lo contenido no puede ser separado de lo continente, que no estamos excluidos, ni desterrados de la totalidad bajo el angustiante argumento de que el ser del hombre es la nada del Ser, para ser de nuevo acogidos y sostenidos por la nada que lo contiene todo.
Es sin embargo en este libro, en estas puertas abiertas que ella llama “entradas inmortales” donde nos enseña cómo dar el paso que nos lleve a la profunda conciencia de esa verdad. Joseph Ben Shalom nos refiere que los grandes místicos orientales tenían la idea de la nada como realidad inobjetiva y por lo tanto inefable, la llamada “Nada Mística” que no implicaba la muerte ni la negación de todo, sino la indiferenciación, es decir, la carencia de oposiciones. En el abismo, en el vacío, la revelación de Dios deviene visible en cada brecha de la existencia. En cada transformación de la realidad, en cada crisis, sufrimiento, metamorfosis, en cada cambio de forma, o cada vez que el estado de una cosa es alterado, el abismo de la nada es atravesado y se hace visible durante un instante místico, pues nada puede cambiar sin que se produzca el contacto con esa región del Ser absoluto que los orientales llamaban la nada, siendo que el anagrama cabalístico ratificaba esa identificación al comprobar que “nada” en hebreo Ain, tiene las mismas letras que “yo”, ani.
Dentro de nosotros mismos, la identificación del yo con la nada y de la nada con el Ser sólo puede ocurrir en ese lugar imponderable, al que si no llamáramos alma, no sabríamos que nombre darle. Ya Santa Teresa de Jesús en sus “Moradas” nos revelaba que Dios y la totalidad del universo por él creado, resonaban en lo más íntimo y recóndito de nuestro propio ser: El Alma. Es allí dónde ubica a la trinidad, a las tres personas que habitan en su ser para provocar la unidad del mismo. Sólo en el alma el hombre encuentra la unidad.
En el caso de nuestra poeta, ella instaura, además de la trinidad conformada por el Ser, el Alma y la Nada, la trinidad del hombre, los cielos y la tierra. Eckart se preguntaba “¿Cuándo está un hombre en el simple entendimiento? Yo respondo: cuando ve una cosa separada de la otra. Y ¿Cuándo está un hombre por encima del entendimiento? Puedo responder: cuando un hombre ve El Todo en todo, entonces está por encima del mero entendimiento.
Como dijimos, ésto ya nos había sido revelado por Elizabeth Schön, mas ahora, al entrar por la puerta de este libro, se nos revela igualmente, en dónde, en qué lugar dentro de nosotros mismos se produce el entendimiento de este mecanismo dinámico, entre la esencia y la existencia, que implica la reunión en un sólo evento de todas la formas de manifestación aparentemente opuestas, entre lo físico y mental, lo positivo y lo negativo, lo masculino y lo femenino, la razón y la intuición, la altura y la profundidad, la luz y la sombra, el expirar y el inspirar, lo dinámico y lo estático, la acción y el pensamiento, la atracción y la repulsión, la existencia y la no existencia, donde lo Uno da lugar a lo múltiple y lo múltiple se disuelve finalmente en lo Uno.
Lao Tse nos decía que “La vida da paso a la muerte, la muerte da lugar a la nueva vida; la fuerza se agota y se convierte en debilidad, el éxito alcanza su cenit y empieza a convertirse en fracaso. Continuar significa ir lejos. Ir lejos significa retornar”.
Es en el Alma pues en donde se produce el entendimiento profundo de que el tiempo no existe como lo percibimos, que la verdad está fuera del tiempo, que no está en el futuro, sino en el aquí y el ahora, pues aquello que está fuera del tiempo lineal, está libre de limitaciones y las contradicciones internas; de ahí la unicidad de toda la experiencia mística, una visión que transforma todo el entendimiento y lo eleva a un nivel superior.
Elizabeth, además nos enseña, que el Alma, el centro, no es un punto geométrico inamovible. Para ella el alma también es una experiencia, la experiencia de esa búsqueda espiritual, el viaje de regreso al centro, el retorno a la casa, la vuelta al corazón central que emprendieron Ulises, Parsifal, los buscadores del Grial y como decía Eliot, viaje necesario a través de largos caminos para encontrar el lugar que nunca se ha abandonado, todo ello iluminado por una luz que percibe el corazón, si el alma, la vida se marchan hacia donde terminan los vuelos de un comienzo sin posibilidad de retornar el hombre al hombre, el agua al agua y la rosa a su signo de esperanza.
Gracias al Alma y dentro del alma, entenderemos que el vacío ya no será “ese lugar que se produce por la pérdida de la sustancia necesaria para formar el cielo”, asimilándose así al espacio. Se trata de una insurgencia, de una aparición, de una epifanía en la que irrumpe el Caos, el Origen, la sustancia del mundo, la Magna Mater, la Protohylé, lo que Platón llamó el Alma del Mundo, y donde se integran en disolución indiferenciada todos los opuestos. Se establece entonces y teniendo al hombre como mediador, una alianza dinámica entre esencia y existencia, entre lo manifiesto y el origen, sin que sepamos jamás hacia dónde va ese Caos, esa insurgencia, que semejante al oleaje, repentinamente su hunde entre las arenas, dejando en las superficies el canto de algún rostro, aun pensando cómo de azul es el cielo dentro del mar...
Todo este entendimiento pues, hará que la nada sea comparable al silencio más interno que portamos, del que no podemos desprendernos: silencio abierto a la extensión, que ahora y para siempre nos pertenece. Relación íntima, amorosa, intensamente vivida por la poeta desde su propia experiencia poética, con su cuerpo como la extensión de la propia tierra. Y de una manera por demás audaz, ella no se quedará sin saber que decir después. De la única forma en que es posible hacerlo, en un lenguaje inédito y purificado por el magno silencio de los cielos todos, nos regala en un epílogo amplio y generoso, lo que yo llamaría La Ética entre el Hombre y el Alma.
Estrujamos el alma, lo mismo que una nuez. La golpeamos igual a un puente imposible de partir. ¿No somos acaso amapola blanca del viaje fragante para todos? Mas queremos palparla, oír su palabra de vaivén azul sentir su piel primaria de eslabón con lo otro completo, prodigioso. Y seguimos el itinerario intentando escuchar sus normas su silencio de luna que olfatea las torres amorosas y muertas de la tierra. Mas ella lo mismo: con su azul original dentro de ti, esperando plasmes lo que de ti nace y demarca lo distante del ayer, del hoy, del mañana. Exigencias imprescindibles del recibo que te permita cruzar el puente para encontrarte con lo anhelado.
Portamos la Nada muy adentro de nosotros, y es nuestra obligación llenarla con toda el Alma. El hombre es el forjador de su propia Alma. Debemos, cruzar todos los puentes, entender esa Nada, agrandarla lo más posible, pues esa es su exigencia. Correspondencia esta que nos hacer entender que mientras más Nada portamos, más Alma es requerida para colmar sus espacios. Ella nos ordena trabajar intensamente para tocar las aguas que nunca cesan de empapar, mirar el fondo de la hendidura, y pensar el Alma desde la Nada, ceder apasionadamente a sus requerimientos para que ambas, Nada y Alma, escudriñen el alboroto de la pasión, al amar y reconocer esa única orden: El encuentro total.
Esa es nuestra alma, que no es nuestra, pues se trata ya del Alma. Ahora nos toca a nosotros sin estrujarla, llamarla de frente para encontrar lo inesperado, para que nos deslumbre con la luz de aquel astro del paraíso enterrado en nuestros cielos más íntimos, para vivir en la actuante consolidación del vínculo eternal, más allá de la luz: en el estanque abierto de lo único que no se distancia, para descubrir que el vacío es el horizonte de silencio que sostiene la forma total del árbol.
Cerremos entonces los ojos, en un silencio revelador, para escuchar la ofrenda de este secreto dicho suavemente, calladamente, como una flor traída por la brisa, sin saber dónde colocarla, lejos del tumulto y de las ráfagas que irrumpen, sin nada más que decir, sólo las puertas abiertas a la hondura, apenas vislumbrada desde el momento en que a través de ella nos convertimos en el asiento de Dios, en el asiento del Ser: piedra blanca del amor.
Edgar Vidaurre
Nota:
Edgar Vidaurre: Poeta, ensayista, músico venezolano.
Prólogo de libro Ráfagas del establo.